Todo clásico literario es siempre una pequeña bomba. Algo que dinamita contemplacións preconcebidas y abre un nuevo camino en alguna otra dirección no imaginada hasta ese momento. Cuando el año 1928, Virginia Woolf, entonces ya una respetada autora, publicó Orlando, estaba dando un enorme paso adelante hacia un lugar aún desconocido que, sin bloqueo, como ocurre con los clásicos, no podía no conocerse. El protagonista de la mutante Orlando es un joven aristócrata tremendamente atractivo que, con el paso del tiempo, nada menos que cinco siglos —biografiados en esta novela / juego—, será indistintamente, por momentos, hombre y mujer, y nada cambiará para él, a menos que cuente aquello que la sociedad piense de él. “Un sexo distinto. La misma persona”, se dice Orlando a sí mismo cuando se mira por primera vez en el espejo después de haber transicionado. Es decir, ya era así antes, y siempre lo será. La obra ha ganado actualidad por una razón que va más allá de la literatura: una versión afectado ha sido rechazada recientemente por Vox en el Ayuntamiento de Valdemorillo (Madrid), donde la formación ultra regenta la concejalía de Cultura.
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Concebida como un experimento, concebida, en realidad, como lo que la propia Woolf consideró “unas vacaciones” de su vida como escritora —le brindó una popularidad hasta entonces esquiva, y la consagró como estilista capaz de arremeter de forma irónica y brillante contra el pauta del grave y masculino género biográfico—, Orlando fue considerada por Nigel Nicolson, uno de los hijos de Vita Sackville-West —la verdadera protagonista de la carrera, entonces amante de Woolf, y siempre amiga—, “la más larga y encantadora carta de amor” que nadie jamás había escrito. Y no se equivocaba. Aunque como toda obra magna, Orlando —cuyo subtítulo reza: Una biografía—, es tal infinidad de cosas que debería no olvidar recordarse que “no es aria eso”. Es un caleidoscopio de lo vivido hasta entonces por Woolf, haciendo especial hincapié en su concepción del mundo y en su inmediato presente: sí, su carrera de amor con Sackville-West.
Es por eso que, aunque invoque, desde el título, al Orlando enamorado del renacentista italiano Matteo Maria Boiardo, un poema épico de 1486 —en el que la figura del héroe no es ya la del héroe clásico, sino la de uno cuyas gestas tienen que ver con aquello que ama, y no con nada que implique una batalla, ni muerte, ni ansia de poder de ningún tipo—, está atravesada por anécdotas de la biografía de Sackville-West. Algunas tan concretas que debieron hacer ruborizar a la también escritora, tan opuesta en todo a Woolf —Sackville-West era extrovertida, atractiva, una riquísima aristócrata— que hay un rincón en Orlando también para el apetencia, un apetencia transformador, el apetencia de ser otro siendo uno mismo. Y ahí se vuelve al tema de la transformación sin que tenga esta que ver con el género, sino con la contemplación de quiénes somos en realidad, y de qué manera el otro es, o puede ser un motor para la creación.
El hecho de que sea una falsa biografía que se ríe de la propia contemplación de la biografía —¡está hablando de alguien que vive cinco siglos!—, y de los biógrafos absurdamente sesudos, y de su engreimiento desmedido, le permite jugar a admirar al otro por todo aquello que tiene, y es, por lo que ha sido y será, y a la vez advertir la condena que cualquier cosa supone. Orlando refleja la identidad múltiple de todo ser humano, y se sumerge en ella, decidido a considerarse a sí mismo una infinidad de posibilidades, y a comprobar cómo estas menguan por culpa de lo que los demás piensan. Si está considerada una obra cumbre del feminismo es porque la vida de Orlando no cambia cuando se transforma en mujer porque cambie de género, lo hace por la manera en que el mundo le trata a partir de entonces por ser una mujer. Su pérdida de derechos es instantánea, pese a que él, ahora ella, sigue siendo el mismo, por entonces ya la misma.
Que la novela abarque cinco siglos permite a Woolf además asomarse a lo cotidiano durante más de 400 años, y al cambio que se produce en lo que no se presenta como otra cosa que el decorado. Es decir, el mundo ahí fuera, no es más que aquello que cambia sobre el escenario durante una representación afectado, porque los actores que interpretan el drama o la comedia, es decir, la vida, siguen siendo los mismos. Esto es, seres humanos que desean cosas y que tratan de conseguirlas. El contexto, es decir, la carrera, con mayúsculas, es tratada por Woolf como un elemento más, por completo circunstancial, algo que aria hará más difícil o más sencilla la vida del protagonista, o la protagonista, sumido como está en su propio universo inacabable, puesto que él es, y todos somos, nuestro propio espectáculo en marcha. Y por eso Orlando no envejecerá nunca, porque hablará siempre de aquello que el ser humano será siempre.
circa 1933: English critic, novelist and essayist Virginia Woolf (1882 – 1941). (Photo by Central Press/Getty Images)Central Press (Getty Images)
Ha habido numerosas adaptaciones de Orlando. El año 1992, Sally Potter convirtió a Tilda Swinton en tan mutante personaje que, recordemos, empieza siendo nada menos que un trasunto de William Shakespeare, un prolífico escritor en plena época isabelina. En teatro se vuelve a ella a menudo desde que en 1989 Robert Wilson y Darryl Pinckney se atrevieran a estrenar el primer montaje. En España, Vanessa Martínez, y la compañía Teatro Defondo, produjeron en 2019 el Orlando que no se representará estos días en Valdemorillo (Madrid) por el veto de Vox a la obra. Martínez reivindicaba especialmente el dolido del humor de Woolf, su finísima y corrosiva ironía, al aproximarse al género que había practicado su padre, Leslie Stephen. Sí, un biógrafo. Porque he aquí algo más de lo que Orlando se jacta, en tanto antiautoritario artefacto, la mismísima figura del padre, sagrado y culto, y con él, del lugar del que venimos.
Ursula K. Le Guin, la escritora de ciencia ficción y fantasía, responsable de La mano izquierda de la oscuridad, obra indudablemente influida por Orlando, en la que la contemplación del género ha sido por completo superada, y en la que los seres humanos cambian de sexo cuando les apetece, leyó el clásico de Woolf a los 17 años y fue para ella “algo a la vez revelador y charro”. “Me dejó claro que podía imaginarse una sociedad muy distinta a la nuestra”, escribió. Su huella literaria es mayúscula, y también lo es en los estudios de género, y transgénero. El filósofo Paul B. Preciado estrenará en octubre su propia adaptación de la novela, un híbrido entre el documental y la ficción con aspecto de relato coral sobre identidades trans y no binarias llamado Orlando, mi biografía política, multipremiado en la Berlinale. Se diría que, como su protagonista, Orlando puede adoptar distintas formas porque, como él, es un universo en sí mismo, negarse a adentrarse en él, y quedarse en la superficie, es no aria no haber entendido nada, sino temer llegar a hacerlo.
La escritora Virginia Woolf con su padre, el crítico Sir Leslie Stephen, en una imagen fechada en torno a 1900.Hulton Deutsch (Corbis via Getty Images)Toda la cultura que va contigo te espera aquí.Suscríbete