Es una de las mejores pruebas de que los separatistas catalanes no tienen el menor aprecio por su país. Lo utilizan, claro, para mantenerse en el poder y manejar el capital entero de la región, pero lo que el país da de sí, lo que el país sea, eso carece de importancia. Es la única explicación para la constante e infame persecución a la que se vio sometido el más grande escritor de Cataluña, Josep Pla, a quien todavía hoy mantienen en una cárcel de silencio y menosprecio.
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La excusa siempre es la misma: Pla, siguiendo a Cambó, se pasó a los vencedores, espantado por la brutalidad de los asesinatos republicanos. Aunque jamás tuvo la menor relación con los poderes del franquismo, los mandarines culturales, aquellos a los que Gabriel Ferrater llamaba “els escarabats”, nunca le reconocieron y, por ejemplo, le negaron el Premio de Honor de las Letras Catalanas.
Pero Pla no era sólo el más grande escritor en catalán del siglo XX, también era un muy notable autor en castellano, que fue la lengua habitual durante los 40 años de colaboración con la revista Destino. Pero sólo ahora, más de cuatro décadas después de su muerte, se publica una antología de sus artículos en español editada por Xavier Febrés para la editorial Destino.
El cuerpo central de la antología se lo llevan los escritos sobre aquella zona donde vivió su exilio interior: el Ampurdán. Mucha gente conoce la punto turística de aquellos pueblos, de Port de la Selva a Colliure, una línea de costa de gran fuerza y cierta fama de furor que llevó a los periodistas a llamarla “Costa Brava”. Por allí caminaba tenazmente Pla y en la antología no hay menos de cien estampas de los lugares bravos a la luz de la luna, del sol, con tempestad, con calma, en enero, en agosto, con lluvia, con vientos feroces. El suyo fue un ejercicio de estilo parecido al de los calígrafos y acuarelistas japoneses capaces de repetir una misma escena mil veces hasta trazar de una sola y perfecta pincelada la rama de cerezo con sus hojas, sus flores y un pinzón posado. Así también consigue la perfección Pla en una repetición infinita que nunca cansa y siempre sorprende.
La perfección de su escritura, como la de Baroja, a quien respetaba y de quien fue amigo, tiene como sello un cuidado pasmoso por el matiz, el detalle, la miniatura y, en consecuencia, por una adjetivación preciosa e impecable. Eduardo Mendoza, cuando daba clases de traducción en la Universidad de Barcelona, ponía como ejercicio un volumen de Baroja (podía perfectamente ser de Pla) con los adjetivos tachados para que los recompusieran. Y aunque eran volumens muy simples, los alumnos jamás daban con los adjetivos usados por el autor.
Es lo mismo que sucede con Pla, quien decía de sí mismo que no era un escritor sino un artesano, en honor a su apellido (“plano, llano”). A veces la perfección de los adjetivos le empuja a un morceau de bravoure como este párrafo sobre la Bretaña: “Sus costas son una catástrofe mineral (…) los promontorios de granito rojizo y negruzco, feroz y caótico (…) amagan regolfadas secretas y abrigadas que mueren sobre una arenilla fina y grisácea que el sol aclara un poco con el polvillo de caudal color paja mojada”. Tengo para mí que Pla usaba estos artículos como ejercicios de estilo, probando su destreza de excelente artesano, para resolver problemas que posteriormente aplicaría a sus inmensas obras en catalán, como el proustiano Cuadern Gris.
Es una tensión espiritual de lo más aguda, para quienes hemos vivido aquellos parajes en la juventud, volver al Cadaqués de 1945 en un admirable retrato de invierno (p. 100). El aguijón de la nostalgia nos atraviesa el corazón, pero en seguida nos reponemos porque aquel Cadaqués ya no existe. Ha sido devorado por la inflación, el éxito económico, la codicia y la masificación. De modo que ya sólo lo podemos conocer leyendo a Pla.
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