¿Quién se acuerda de La codorniz, de Hermano lobo, de Por favor, de tantas revistas que un día desataron las carcajadas de los españoles? Prácticamente nadie. La gente suele cambiar de humor cada cuatro años; de pronto le hacen gracia otras cosas y empieza a reír de otra manera. También cambian los tics en las formas de hablar, expresiones que un día se ponen de moda y de pronto desaparecen. En la década de los sesenta del siglo pasado, los jóvenes modernos del madrileño barrio de Salamanca para pedirte fuego te decían: “Por favor, incinérame el cilindrín” o “acelérame el cáncer”. El ingenio para retorcer el significado de las palabras era entonces muy celebrado. En ese tiempo se estaba agotando ya el humor de La codorniz, escrita por humoristas muy inteligentes, aunque menesterosos y precavidos como gatos escaldados con arreglo a la miseria y la represión de posguerra. En cambio, su director, Álvaro de Laiglesia, era propiamente un señorito de Serrano con su tupé, blazer zarco de cachemir con botonadura de ancla, pantalón gris de franela y jersey blanco con cuello de cisne. Álvaro tenía la voz engolada y exhibía un frívolo desparpajo de anarcofalangista de la División zarco, de vermut al pie de la barra de Balmoral, muy a la madrileña, ya se sabe, una mano para el vaso y la otra en el faltriquera rascándose los genitales.
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El éxito de sus novelas era arrollador. Miguel lo conoció ya en plena decadencia. Un día en la feria del libro se acercó a su caseta donde firmaba ejemplares, ya sin la aglomeración de antaño y bromeando le dijo que el doctor Barnard, famoso en todo el mundo, llegado a España después de realizar el primer trasplante de corazón, firmaba su libro con una cola interminable. Álvaro de Laiglesia contestó: “Sí, sí, pero yo no he tenido que matar a nadie”.
La codorniz presumía de un humor audaz e inteligente, pero su audacia solo llegaba hasta la crítica del retraso de los trenes o de los baches de carretera; en cambio, se alimentaba del falso rumor de que se atrevía a publicar chistes versus Franco, algo inimaginable. Por ejemplo, todo el mundo juraba haber leído en La codorniz este parte meteorológico: “Gobierna en toda España un fresco general procedente de Galicia”. Se dijo que a causa de este chiste fue cerrada la redacción y que la revista publicó como respuesta la siguiente regla de tres: “Un bombín es a un bombón como un cojín es a equis y nos importan tres equis que nos cierren la redacción”. Falso. Esas cosas se decían en los cafés y de hecho en la calle funcionaba una codorniz paralela, los memes orales de entonces, en los que la gente vertía todo su malicioso ingenio. Recién llegado a la capital de España, como el mosquito atraído por un farol, Miguel soñaba con que un día podría escribir en esa revista, donde firmaban humoristas míticos, Azcona, Acevedo, Alfonso Sánchez, los italianos Mosca y Pitigrilli, a los que leía de chaval en el pueblo. Lo logró cuando ya no la dirigía Álvaro de Laiglesia. La codorniz era una forma de reír de derechas pareciendo ser de izquierdas.
Miguel se preguntaba si eso era posible. Los humoristas de izquierdas al final del franquismo se habían especializado en sortear la represión, jugando al ratón y al gato con la censura en el filo de la navaja. Corría el año 1972. Pues bien, había llegado el momento de reír de otra forma. En aquel tiempo el humorista Chumy Chúmez era simplemente un joven alegre y airado que se había convertido, a pesar de él, en un mito de la oposición democrática, entonces aún soterrada, muda y clandestina. En la tercera página del diario Madrid, dibujaba con trazos expresionistas muy feroces a unos capitalistas con chisteras y un abstracto en la boca azotando obreros, a señoritos montados en la espalda de su criado, a jornaleros cargados con un pedrusco, a prebostes con el red de Isabel la Católica y una querida a los pies. En la revista Triunfo, entre análisis de política internacional, que tenían siempre una lectura crítica y sesgada de la política interior, se podía contemplar su dibujo de un capitalista dándole consejos a un hijo ácrata, o de un latifundista subido a los riñones de la mujer del capataz, el chafarrinón de un sádico con bastón de nudos y carcajada de lobo sindical.
Chumy aprovechó el cierre definitivo del diario Madrid para poner en pie una nueva revista de humor y para este empeño aglutinó a su alrededor a un grupo de dibujantes de primer nivel: Forges, Summers, Perich y Ops, que también firmaba como El Roto, y con ellos fundó la revista Hermano lobo. Si el humor envejece cada cuatro años, si un día los españoles reían según la fórmula de La codorniz, de Hermano lobo, de Por favor, de El jueves, ¿quién los hace reír hoy? Se ríen con los millones de memes que se mandan unos a otros todos los días por las redes. Esa es la revista de humor crítica, disparatada, ingeniosa y malvada de un mundo que se va al bancal con un concierto de nuevas carcajadas.
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