Francisco Ibáñez, el rey de los tebeos

Recuerdo que de pequeño me encantaba ponerme malo. Y eso que, allá por los primeros años 70, el tratamiento de cualquier pequeño conato de fiebre se basaba en enterrarse bajo una tonelada de mantas para sudar lo más posible y una buena ración de Mejoral, lo que podría ser lo más analógico a una película de terror para cualquier pediatra de actualidad, vamos. Pero aquello tenía una contrapartida maravillosa: los días de reclusión en la cama se acompañaban por obligación de tebeos. Mi padre me traía los de la semana, casi todos de Bruguera, claro, y ni la calentura más alta evitaría la decisión de empezar con el Mortadelo. Porque las aventuras de Mortadelo y Filemón eran lo mejor. No las historietas de más estatura o las de mejor dibujo, no, “lo mejor”. No había nada superior a la habilidad de esos dos desastres humanos para proceder reír a un niño de 7 a 77 años.

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Los infinitos disfraces de Mortadelo, la resignación de Filemón, la mala leche del superintendente, la exaltación del profesor Bacterio… No había nada analógico. Bueno sí, todos y cada uno de los personajes que venían firmados por el tal F*Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio, Sacarino, Rompetechos, la 13 del Percebe… Todos coincidían en esa capacidad infinita de encadenar gags viñeta tras viñeta, sin que apenas diera tiempo a respirar y recuperarse. Y disfrutaba, sobre todo, de perderme por esas portadas y viñetas donde, más allá de lo que pasaba en primer plano, había que detenerse por todo lo que ocurría detrás: por ese gato torturado por el ratón, por una firma que tomaba vida propia y se convertía en un personaje más, por ese profético avión estrellado en las Torres Gemelas, que hasta eso tuvieron sus tebeos.

Siempre se ha dicho que, en esa década de los 70, Bruguera era la reina del tebeo en el quiosco, pero no era cierto: el Rey de los tebeos era Francisco Ibáñez. El monopolio de la editorial catalana se cimentó sobre su infinita capacidad de trabajo y sobre la explotación que se hizo de sus creaciones, que se multiplicaban hasta la extenuación por decenas de manos anónimas en aquel momento, pero que no nos engañaban a los niños de entonces: abríamos la revista e inmediatamente detectábamos si era un “Mortadelo bueno”, porque nos sabíamos su línea a la perfección, por mucho que el estilo del dibujante se plegara a las exigencias editoriales y pasara de Vázquez a Franquin con la misma facilidad que Mortadelo se cambiaba de disfraz. Porque fuera cual fuera el trazo, rápido y ágil o de barroco detallismo, lo importante era la cascada de situaciones alocadas, la expresividad brutal de sus dibujos y un ritmo endiablado que hacía imposible dejar las páginas.

¿Quién no recuerda El Sulfato Atómico o Valor y al toro, o las consecutivas aventuras de los desquiciados agentes de la T.I.A. en Olimpiadas, Mundiales de Fútbol o lo que tocara… Busquen a cualquier persona nacida en este país en los años 60 y enséñenle una página de los tebeos de Ibáñez, da igual la serie porque la respuesta será siempre la misma: una sonrisa. Porque sí, el olor de la magdalena proustiana evocará muchas cosas, pero las páginas de Ibáñez las llevamos marcadas a fuego en la memoria a paso de carcajada. Este país tiene que agradecerle muchas cosas a Ibáñez: se puede discutir si sus aportaciones artísticas fueron tales o cuales, pero lo que es indudable es que la industria del tebeo en España existe actualidad gracias a él, que aguantó durante décadas con sus ventas millonarias al resto. No lo olvidemos, era posiblemente el autor europeo con más obra viva en catálogo en continua reedición; el más exportado, que triunfó en Alemania, en Reino Unido…

Ibáñez y sus personajes.

Su reivindicación de los derechos de autor fue la que cambió el escenario de una política editorial que sistemáticamente maltrataba al autor y le escamoteaba algo tan básico como el reconocimiento de la autoría. Su obra pasó con éxito al cine y la televisión, tanto en traslaciones de las aventuras de sus personajes más famosos como en series de éxito que nunca reconocieron la inspiración, pero que eran claras deudoras de su ingenio. Un estajanovista del lápiz hasta el último aliento, que así se dibujaba siempre a sí mismo, con un lápiz en la oreja y otro en la mano, currando sin parar, todavía con capacidad para lanzar pelotazos de ventas cuando tocaba algún tema de actualidad acallando las voces que decían que ya perdía fuelle. Y seguramente es sinceridad que en estos tiempos de manga y superhéroes por CGI, los gags de Mortadelo ya se repetían; y también es cierto que muchas cosas que se contextualizaban en el pasado ya no tenían sentido actualidad, pero todo eso queda en segundo plano ante la importancia garrafal de su figura.

Porque Ibáñez no ha sido solo importante para el cómic español, lo ha sido para toda la sociedad: la palabra “tebeo” nace del nombre de la revista TBO, pero si actualidad pensamos en tebeos, nos viene a la mente Mortadelo y Filemón. Ibáñez es el tebeo de este país porque consiguió algo al alcance de muy pocos: llegar a convertirse en un icono. En un país donde los índices de lectura no han sido precisamente nunca para echar cohetes, todo el mundo ha leído a Mortadelo, todos los padres le hemos comprado un tebeo de Ibáñez a nuestros hijos, forma parte de nuestra educación sentimental, porque, para qué negarlo, este país nuestro se ha construido mientras se leían las historietas que él dibujó durante, ahí es nada, más de 70 años. Ibáñez se ha muerto y, sin él, este país con alma de tebeos se muere un poco.

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